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SALUD Y VIDA

La ciencia revela por qué siempre hay espacio para el postre

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A muchas personas les ocurre lo mismo: tras una comida abundante, la sensación de saciedad parece absoluta… hasta que aparece el postre. Aunque el cuerpo esté lleno, el deseo por algo dulce sigue presente. Lejos de ser un simple capricho, este fenómeno tiene una base científica.

Desde el punto de vista anatómico, el estómago no cuenta con un “compartimento extra” para los postres. Sin embargo, es un órgano flexible que se adapta progresivamente a lo que ingerimos. A medida que comemos, sus paredes se expanden para alojar más alimento, un proceso natural que permite cierta tolerancia adicional, especialmente cuando se trata de opciones ligeras y de textura suave.

Además, los postres suelen exigir menos esfuerzo digestivo que los platos principales ricos en grasas o proteínas. Alimentos como helados, mousses o tartas pasan con mayor rapidez al intestino y generan una menor sensación de pesadez, lo que refuerza la idea de que aún “caben” aunque ya estemos satisfechos.

El cerebro juega un papel clave en este comportamiento. El apetito no responde únicamente a una necesidad física, sino también al placer. Los sabores dulces activan los centros de recompensa, estimulando la dopamina y reduciendo temporalmente las señales que indican saciedad. Así, aunque el hambre real haya desaparecido, el deseo de disfrutar algo dulce permanece.

Otro factor determinante es el cambio de estímulo sensorial. Cuando comemos el mismo tipo de alimento durante un tiempo, el interés disminuye. La llegada de un sabor diferente reactiva la motivación para seguir comiendo, lo que explica por qué alguien que no puede terminar su plato principal siente repentinamente ganas de postre.

A esto se suma el componente hormonal. Las señales químicas que indican al cerebro que ya hemos comido suficiente no actúan de inmediato; pueden tardar varios minutos en consolidarse. En ese intervalo, la tentación del postre resulta más fácil de aceptar.

Finalmente, la cultura y las emociones también influyen. El postre suele asociarse con celebración, recompensa y momentos especiales, una relación que se construye desde la infancia. En contextos sociales o festivos, esta conexión emocional aumenta la probabilidad de consumir algo dulce, incluso sin hambre.

En conclusión, reservar espacio para el postre no es una contradicción ni una falta de autocontrol, sino una respuesta natural del cuerpo y la mente. Una combinación de biología, placer y aprendizaje explica por qué, casi siempre, lo dulce logra encontrar su lugar.

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