Los primeros desplazados climáticos oficiales de Panamá recibieron esta semana las llaves de sus nuevas viviendas en tierra firme, después de ser empujados por la subida del nivel del mar y el hacinamiento desde una pequeña isla del Caribe, un hogar que la mayoría no abandonará del todo.
Algunas de las 300 familias de la isla de Gardi Sugdub recibieron las llaves de sus nuevos hogares en una barriada conocida por la comunidad indígena guna como Isberyala (la tierra de los nísperos), o Nuevo Cartí, por las autoridades panameñas.
En un gesto simbólico, el presidente panameño, Laurentino Cortizo, entregó la llave de su nueva vivienda a una familia con una niña con discapacidad.
“Panamá, a través de un enorme esfuerzo presupuestario, ha tenido que utilizar recursos (…) para trasladar familias de una isla a tierra firme, y eso es producto de la crisis climática que está viviendo el mundo”, afirmó Cortizo, que el próximo 1 de julio será relevado en el cargo por José Raúl Mulino tras su victoria electoral del pasado 5 de mayo.
Muchos creen que es precisamente este cambio de Gobierno el que ha logrado que, finalmente, después de una inversión de 12,2 millones de dólares y sucesivas promesas incumplidas, se logre materializar un proyecto que los isleños idearon en 2010, y que desde 2017 contaba con el compromiso del Gobierno.
Cortizo retomó el proyecto en 2019 con el inicio de su mandato, pero la llegada de la pandemia de covid-19 solo lo retrasó aún más.
Un nuevo comienzo
El resultado es un complejo de viviendas que se parece más a un barrio popular de Ciudad de Panamá que al nuevo hogar de una comunidad indígena en Guna Yala, donde las pequeñas casas de paredes prefabricadas no permiten algo tan básico como colgar sus tradicionales hamacas, pero eso no les quita la ilusión.
“La gente está bien entusiasmada porque vamos a ver algo nuevo (…) Yo sé que no va a ser nada fácil adaptarnos allá, pero poco a poco creo que sí porque aquí nos estamos asando, todas las casas muy pegaditas, el hacinamiento”, explicó a EFE desde la isla Braulio Navarro, de 62 años, uno de los maestros de la comunidad.
Navarro se trasladará con su esposa y sus tres hijas, y sueña con disponer en el nuevo emplazamiento de “luz las 24 horas, imagínate, el agua, la planta de tratamiento”, con la preocupación aún de qué harán con la basura, sin un plan todavía, o si dispondrán en el futuro de centro de salud.
El ascenso de las aguas
La isla de Gardi Sugdub apenas se levanta sobre el mar, una pequeña sombra que se alza sobre la bahía, donde a medida que uno se acerca en bote comienza a distinguir el amasijo de chozas, en su mayoría de techo de zinc y con paredes de bambú o madera.
Con un tamaño de unos cinco campos de fútbol, la amenaza del ascenso del nivel del mar debido a la crisis climática no se percibe a simple vista, pero está ahí.
“Estamos viendo que cada año sí sube el nivel del agua, más para diciembre. Nosotros no tenemos un medidor, si tuviéramos un medidor te diríamos hasta dónde sube, pero sube bastante, más para la gente que vive por las orillas de la isla, se nota clarito”, afirma el maestro Navarro.
Uno de esos vecinos que viven en la orilla de la isla asegura que ahí “las piedras tienen pies”, fruto de la erosión y las corrientes, lo que le obliga continuamente a realizar trabajos para que el mar “no se coma su casa”. Este hombre ya cuenta los días para trasladarse definitivamente a tierra firme.
Otros, como Grimaldo Galindo, de 71 años, dice que se quedará en la isla, a pesar de que sobre todo en “noviembre, diciembre”, el agua les puede llegar por encima del tobillo por los efectos de las mareas altas y el mal tiempo, pero está acostumbrado.
“Esta isla no va a quedar vacía, hay muchos que se quedan”, asegura, y aunque “la señora” sí que se va al nuevo emplazamiento, él optará por ir y venir. “Allá no hay comida, tengo que venir a buscar comida”, el pescado, dice.
Mantener la tradición, clave
Esta pequeña comunidad de 1.300 habitantes cuenta con académicos como Elliot Brown, biólogo con especialidad en impacto ambiental, que tiene claro que para que este tipo de proyectos tengan éxito las familias deben ser “partícipes”.
“El proyecto se tiene que adaptar a nosotros, a nuestra cultura”, asegura el joven biólogo, que subraya la necesidad de que haya “flexibilidad” en la toma de decisiones para que funcione, teniendo en cuenta que un “reasentamiento lleva años, no meses”.
En la ‘Casa del Congreso’ guna en la isla, una gran choza tradicional con techo de hoja de palma, un gran letrero en el centro reza: “El pueblo que pierde su tradición, pierde su alma”. Allí, cinco hamacas ocupan un lugar central para los ‘saila’ o líderes, con el resto de asistentes sentados en bancos alrededor.
Atilio Martínez es uno de los defensores de esa historia guna y coordinador de los eventos por el próximo centenario de la conocida como Revolución Dule, ocurrida en 1925.
Durante esa revolución los indígenas se levantaron contra las autoridades panameñas de la época, que intentaban imponer por la fuerza su cultura occidental-española, como el idioma, la religión o vestimentas.
Aunque Martínez ha decidido quedarse en la isla, muestra orgulloso el nombre de las calles de Isberyala, que bautizó en honor a los líderes históricos de su comunidad, como Amma Bunnor, una de las mujeres revolucionarias.
Muchos de los nuevos moradores caminan ilusionados y algo desorientados por las calles empinadas de Isberyala en busca de su nuevo hogar. “¿Calle Ibelele, número 132?”, pregunta una familia. “Ibelele fue el primer sacerdote guna”, explica el historiador. (EFE)
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